En cierta ocasión cuando el postillón
Gumersindo Agüero cumplía su recorrido desde el Fortín Melincué, a una legua
aproximadamente del apostadero, encontró a un hombre tirado a la vera del
sendero. A pesar de las airadas protestas de algunos viajeros que temían los
contagios, cargó al moribundo y lo sujetó al pescante. Cuando llegaron a la
posta, el hombre, que estaba lleno de parásitos, recibió los mejores cuidados
de Francisca, la única que se atrevió a tocar al forastero. Haciendo caso omiso
a los lamentos del menesteroso, procedió a asearlo y luego alimentarlo. Unos
días después el extraño personaje se había recuperado, pero jamás articuló una
palabra. A juzgar por sus ropas y gestos, Francisca intuyó que se trataba de un
soldado desertor de las tropas regulares que habían acampado en la zona al
mando del General Pedernera, en su desplazamiento hacia San Luis. Generalmente
una patrulla salía a capturar a los desertores cuando éstos se alzaban con
algún caballo o armamento, de lo contrario los dejaban librados a su suerte,
ante la certeza de su regreso o de su inexorable muerte.
El desconocido, que permaneció en el
apostadero por mucho tiempo, nunca se mostró amistoso. A la hora del rancho se
acercaba con su tachito para la comida y regresaba a su cueva detrás del
caserío. En cierta ocasión uno de los peones lo vio hurgando en un manojo de
papeles, pero en cuanto percibía que lo estaban observando, los escondía debajo
de sus trastos. Nadie se animaba a acercarse por temor a que reaccionara con
violencia, como sucedió cuando se desató una fuerte tormenta y quisieron
obligarlo a entrar a las casas. Desde ese entonces Francisca solamente se
limitó a darle la comida cuando la venía a buscar. En cambio, el único que se
acercaba a su escondrijo era Gumersindo. Cuando lo veía llegar, la cara del
forastero se iluminaba con una sonrisa, que dejaba ver sus dientes grandes y
amarillentos, asomados entre la tupida y mugrosa barba gris. Sin dudas reconocía
a quien lo había rescatado de la muerte.
Un día dejó de dar señales de vida y
jamás se lo volvió a ver. Con su mudez como única compañera, seguramente
continuó el camino errante, como tantas otras víctimas de la insensatez humana.
Entre los bártulos que abandonó en su refugio, había un fajo de sucios papeles.
De los pocos "léidos" que
había en la posta, ninguno supo descifrarlos, hasta que un día cruzó el pago un
joven fraile franciscano en su camino a Córdoba, y la patrona le contó sobre
las rarezas del caminante y los extraños papeles que había abandonado. El cura
se mostró interesado y comenzó a hojearlos leyendo en voz alta en un idioma que
nadie entendía. Los peones, que trataban al fraile con reservada desconfianza,
a hurtadillas observaban sus movimientos. Temerosos de que estuviera
alborotando espíritus malignos, se santiguaban a escondidas y se alejaban a
toda prisa.
El cura, que tenía un carácter muy
divertido, se había percatado de lo que ocurría y tardó un largo rato en
explicarles de qué se trataba. Mientras tanto quería ver cómo aquella gente
simple y sufrida, abandonada en el desierto, reaccionaba ante su
comportamiento. Había un principio de conocimiento sobre la existencia de un
Ser superior, pero él quería comprobar hasta dónde llegaba la superstición y
ver qué caminos tomar para transmitirles el mensaje Evangélico. La tarea no
sería fácil, pero sí interesante.
-¡Es un libro de la doctrina cristiana!
-dijo mostrándoles los papeles - ¡Vengan, no tengan miedo! El hombre era un buen
cristiano y seguramente la guerra le afectó la cabeza…
Efectivamente, se trataba de un catecismo
de la Doctrina Cristiana, editado en inglés en la imprenta de los Niños
Expósitos, allá por el año 1700.
Si bien las aclaraciones del cura no
sirvieron de mucho, al menos alcanzó para descartar la presencia de almas en
pena en los alrededores y concluyeron en que “el hombre mudo”, presumiblemente haya sido un soldado inglés.
A raíz de esta situación, el fraile -que
se quedó en el lugar tres meses- se ganó la confianza y el respeto de los
lugareños. Su misión, además de evangélica, sirvió para instruirlos a lograr
una mejor calidad de vida. Para sorpresa de todos, lo primero que comenzó a
construir fueron letrinas y lavatorios privados para el aseo personal.
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