martes, 19 de enero de 2016

LA MUERTE RONDA EL FORTÍN

"LLANURAS SALVAJES” 

“Cuando la tarde se inclina

Sollozando el occidente,

Corre una sombra doliente

Sobre la pampa argentina.”

“Santos Vega”

LA MUERTE RONDA EL FORTIN

El sol todavía no había asomado cuando el gaucho Juan Paredes montado en su alazán, enfiló derechito al trote lento hacia la posta "El Zapallar Chico". Con sorpresa se encontró con una manada de venados que saltaban espantados entre los pajonales. Cuando llegó a la posta, el palenque estaba poblado de caballos; pensó en una gran arriada. En un extremo del patio, el paisanaje apiñado alrededor del fogón mateaba conversando sigilosamente.

- ¡Güenas y santas! - saludó el recién llegado apeándose de su caballo.

- No tan güenas, aparcero... - contestó el tuerto Froilán.

- Y no tan santas...- acotó el negro Carrizo.

- ¿¡Qué ha pasa´o?!...- preguntó intrigado el anciano.

- ¡Lo que nunca, don Paredes!... ¡Lo que nunca! - se lamentaba el rengo Cuenca que lo convidaba con un cimarrón- ¡Mandinga se ha desatao y anda campeando el pago, aparcero!

Los ojos grandes del negro brillaban en medio de la oscuridad y delataban el pánico reinante en el ambiente. Sin terciar, el viejo se metió como un rayo en el boliche. El paisanaje allí reunido se volvió sorprendido y el gaucho quedó estático ante el patético cuadro: Sobre un charco de sangre yacía Carmelito Pizarro con una profunda herida en el pecho.

- ¡¿Quién jué elhijo´e perra aijuna!?...- bramó el veterano hincándose junto al cadáver del mocoso. Se parecía a un angelito sonriendo pícaramente ante tamaño desastre.

La paisanada se abrió y el silencio se extendió como oleada contagiosa; sólo se oía el chisporroteo de los candiles que se esforzaban por alumbrar el lúgubre cuarto, mientras los gritos del viejo estremecían a los paisanos temerosos de los espíritus alborotados.

Con su cabeza apoyada en el pecho del purrete y un nudo en la garganta trabucándole el llanto, Paredes le imploró a la muerte le devolviera la vida. El cuerpo frío del pibe le oprimió el corazón y sintió la necesidad de ahogar su pena. Se fue al mostrador y de un saque se mandó el agua ardiente; sobre el pucho, pidió un porrón. Cuando estaba a punto de empinarlo, el pecoso Farrell se acercó esperando el convite.

- Decíme gringo, ¿quién mató al Carmelito? - lo apuró el viejo

- Decir verdá doun huan, mi no saber noting... - respondió el pecoso duro de boca para hablar en criollo- Guachito ir pescar big laguna...

- Tá bien, Tá bien... Andá ajuera y tráime´l chifle y la chuspa de mi recao y preparáte que vamoa salir a campear a esos jué hienas... - le ordenó el viejo cansado de oír el trabalenguas del irlandés.

Acodado en el mostrador, observó aturdido los movimientos del gauchaje. Él conocía a cada uno de esos hombres rudos y violentos, y los sabía incapaces de semejante canallada. Muchas grescas se armaron en el apostadero por alguna china o una dudosa jugada de taba, pero nunca contra un angelito. Quiso convencerse de que se trataba de un forastero, pero todo indicaba que había indios rondando la zona. El paisanaje, instintivamente lo sospechaba y estaba temerosa de una nueva estocada indígena.

Presas del pánico, las chinas abrieron las puertas y las ventanas del rancherío, quemaron yuyos aromáticos y encendieron velas para espantar los espíritus, en tanto las lloronas rezaban un largo y penoso rosario alrededor del cuerpo amortajado del finadito.

Carmelito, nieto mestizo de Rosas Epugmer, Cacique de la dinastía Guor, era hijo de una cautiva. Cuando "Oreja Cortada" atacó la tribu, los sobrevivientes fueron rescatados por las tropas regulares y el fortinero Manuel Pizarro se acopló a la mujer y adoptó al pibe. Tiempo después Pizarro y la mujer fueron muertos por las hordas del Cacique Yanquetruz y Carmelito fue criado por las mujeres de las casas.

Promediando el mediodía, las mujeres preparaban mazamorra; la brisa tormentosa balanceaba los finos ramales de los sauces llorones que despuntaban sus brotes primaverales, mientras el tuerto Froilán entonaba con su viola una copla lastimera; más allá un grupo se entusiasmaba con una fuerte partida de taba.

A la hora de engullir llegó el maestro fortinero con una media docena de soldados mal entrazados y se abrió el barril del vino. El líquido espirituoso bebido en abundancia soltó las fantasías de viejas andanzas y guapeadas, que los paisanos confundían con hazañas.

- Son esos maulas... ¡Son eyos los únicos que pueden hacer semejante canayada!... - repetía Paredes, cargando culpas a la milicada por no custodiar el rancherío.

- ¡Los salvajes no joden más por estos pagos, viejo!... –retrucaba con marcado fastidio el Capitán Ramón Varela, a cargo del fortín- ¡Seguro que es un desertor hambriento, o un vengador! - argüía en su propia defensa, ante el inflado malestar de los paisanos que no ocultaban su bronca por lo ocurrido.


Mientras declinaba el día alargando las sombras de la pampa, los hombres seguían discutiendo la muerte del angelito. La rumoreada presencia de un reducto de indios maloqueando la zona, se confirmó cuando sorpresivamente sonó el clarín del fortinero vigilante, anunciando la presencia de un indio bombero frente al portón de entrada. Sacudiéndose la modorra, los gauchos montaron sus caballos y partieron a todo galope hacia el fortín. Cuando llegaron flotaba una densa nube de polvo tras la veloz retirada del indio 

La treta indígena fue certera. Por la retaguardia se mandó la horda salvaje al grito de guerra y en pocos minutos la posta estaba rodeada. Entre la caballada espantada y los ancianos y críos muertos y heridos, los indios raptaron a las mujeres jóvenes, y al grito triunfal emprendieron su veloz carrera hacia el poniente.

El sol agonizaba en el horizonte y las esbeltas figuras bronceadas de los hijos de la pampa se iban hacia el infinito de sus llanuras; ellos iban a buscar a sus dioses en el país de los muertos.

Llegan refuerzos

El 22 de noviembre de 1838 llegaron las tropas al mando del coronel Prudencio Harnold, tres días después del feroz ataque indígena. En tanto el viejo Juan Paredes parecía resistir la ira de mandinga y comenzó a reponerse lentamente de los quince lanzazos denunciados por su cuerpo enclenque. El “colorau” Farrell, siempre junto al viejo, había tenido más suerte. Cuando los indios atacaron, estaba durmiendo la mona entre los juncales de la laguna. Se había ido a refrescar y allí se quedó dormido salvando su vida milagrosamente. Cuando despertó, el panorama lo desorientó por completo. Creyó estar en el mismo infierno y se arrodilló implorando clemencia a “Jesus Christ, the Virgin Mary and Saint Patrick”. Terminados sus ruegos y fortalecido por la paz de su fe cristiana, comenzó a socorrer a los heridos, entre ellos sangrando copiosamente su entrañable amigo, el paisano Juan Paredes.

Las tropas del coronel Harnold se instalaron en la precaria guarnición de “El Zapallar Chico” y asistieron a los moribundos, enterraron a los muertos y quemaron el rancherío. El ambiente caluroso, invadido por un olor nauseabundo, se volvió agobiante, y el mosquerío se adueñó del lugar.

El primer “Patricio” criollo de las pampas

Al amanecer del día siguiente llegaron los arrieros con reses para consumo, precedidos por un birlocho con medicamentos y dos soldados enfermeros. Uno de los arrieros se presentó ante el coronel Harnold, de quien dijo ser amigo de su padre. En cuanto el gaucho se presentó, el militar le tendió efusivamente su mano reconociéndolo como Patricio Bradley, el joven entenado de un trotamundos inglés que supo campear estos pagos cuando todavía la pampa era dominada por la bravura indígena. Más tarde el coronel les relató a sus subordinados la historia del joven gaucho:

“El hecho ocurrió cuando los aventureros ingleses John Bradley y Francis Bond Head incursionaron en estas pampas y llegaron al Fortín de las Mercedes, donde les informaron que un grupo de forajidos estaba asolando toda la región. Impuestos de los acontecimientos, se prepararon para afrontar situaciones de riesgo. A dos días de cabalgar, divisaron una columna de humo que delataba la proximidad de los vándalos. Cuando llegaron al lugar, encontraron el rancho destruido y el chisporroteo de las brasas avivadas por el viento. En medio del irritante chillido de una bandada de caranchos que esperaban su festín, comenzaron a remover los escombros. Allí descubrieron el macabro mensaje: cinco cadáveres calcinados: tres hombres y dos mujeres. Luego oyeron un débil gemido que provenía de los pajonales y descubrieron a una mujer moribunda, amamantando a su criatura. La mujer murió a pesar de las atenciones que le prestaron y el niño fue llevado al apostadero. Cuando llegaron a orillas de la laguna “El hinojo”, John Bradley, fiel a sus principios religiosos, bautizó al infante y lo llamó “Patricio”. Siempre sostuvo que su acción fue milagrosa, porque permitió que el pequeño salvara su vida. Dicen las transmisiones orales que éste fue el primer ‘Patricio criollo’ de nuestras pampas”.

Cuando en el mes de mayo de 1840 las tropas del coronel Harnold se retiraron al Fortín Mercedes, en los alrededores de la guarnición se habían levantado algunos ranchos y el fortín se convirtió en un apostadero de recambio. El “colorau” Farrell fue el maestro de posta, y durante los siete meses posteriores al ataque indígena, asistió al viejo Paredes hasta el día de su muerte en ese invierno. El “colorau” acusó el impacto emocional y cual si fuera un animal abandonado, se refugió en un silencio sepulcral y se entregó a los designios de Dios. Su deseo de morir fue escuchado y al mes siguiente su cuerpo congelado fue encontrado a la puerta de su rancho.


LAS AVENTURAS DEL SARGENTO PATRICO BRADLEY

Según cuenta la historia, el joven Pat Bradley también abandonó el apostadero cuando se retiraron las tropas regulares y jamás retornó a estos pagos. A principios del año siguiente fue reclutado por la milicia, cumpliendo servicios en diversos destinos. Había llegado al grado de Sargento del Ejército Regular cuando fue tomado prisionero el 26 julio de 1846 en Dolores, acusado con otros suboficiales de conspirar contra el Coronel Mariano Valle, de destacada actuación en las fronteras indígenas. El grupo fue detenido cuando intentaba incendiar la casa del militar y enviado a Santos Lugares con expresas órdenes de fusilamiento.

En el trayecto, y con la complicidad de uno de los guardias, ocho de los prisioneros se fugaron a caballo y armados, y por algún tiempo vagaron en permanente rotación. Para capturar a los desertores se designó al teniente Julián Salinas, con veinticinco hombres a su mando. Al joven oficial le resultó fácil establecer el paradero de los fugitivos y a los pocos días les estaba pisando los talones; sin embargo, cambió el rumbo y se alejó de ellos para darles la oportunidad de escapar de una muerte segura. La complicidad del teniente era compartida por muchos de sus camaradas, que patrocinaban un cambio en las desquiciadas fuerzas militares.

Después de la derrota en Caseros, Juan Manuel de Rosas abandonó la gobernación y lentamente el poder central fue ordenando el caos enseñoreado por aquellos años. Una de las medidas tomadas por las nuevas autoridades fue decretar una amnistía general, que benefició a los inculpados. Algunos continuaron con sus fechorías, en tanto otros buscaron trabajo en las estancias y lograron establecerse y blanquear su deuda con la justicia.

Beneficiado por esta medida, Pat Bradley fue contratado por John Mac Donnell para trabajar en el campo que había adquirido en Guardia del Monte. Tres años más tarde, una tormenta lo sorprendió en medio del campo y un rayo terminó con su vida. Tenía 35 años. Su viuda, Teresa Cabrera, continuó trabajando en la estancia y logró que sus tres hijos se educaran bajo la tutela de la hija mayor de Mac Donnell, que posteriormente ingresó a la comunidad religiosa de las Hermanas de la Misericordia, llegando a ejercer la Superioridad de uno de los conventos.

Así fue la historia del primer “Patricio criollo” de nuestras pampas, que desde su nacimiento vivió la turbulencia de un país que buscaba el camino de su integración”.


LOS CAUTIVOS

“Entre pasto puna,
hinojal y cortaderas,
Riego de sangre y lluvia
sobre las marcas de las rastrilladas...”
“Crónicas de Malón y Espiga” M. Avalis

Muchos fueron los que pasaron por el apostadero para el recambio o para comer un bocado de locro o un trozo de carne, que siempre había. Allí vivía Francisca Agüero, una criolla que sufrió el cautiverio de una tribu indígena cuando arrasaron una colonia de emigrados franceses en el Departamento Rosario. Posteriormente Francisca fue rescatada por el coronel Emilio Mitre en la batalla de la “Cañada de los leones”. Entonces tenía con ella a un niño, al que llamó Gumersindo, y según su relato, era hijo de Mme. Valerie, una cautiva francesa, que años más tarde fue entregada en canje por el Cacique Coyhuapen y alojada en un convento franciscano de Córdoba.

Para Mme. Valerie no fue fácil su readaptación, y con gran sigilo y persuasión, logró que un indio “manso” que merodeaba la zona, la llevara hasta la tribu donde estaban sus hijos. Según la visión de los frailes, la mujer -que había tenido dos vástagos con el Cacique- desesperadamente quería recuperarlos. Es muy probable que los haya encontrado a los mestizos y terminado sus días entre la indiada, porque nunca más volvió a unirse con Gumersindo.

EL PRIMER APOSTADERO

Y Francisca, acostumbrada a trabajos duros del cautiverio, construyó su choza y un gallinero, codicia de los viajeros hambrientos que llegaban ansiosos para saborear las comidas de la “patrona”, elogio que ella utilizaba ingeniosamente para lograr mayores dividendos. Nunca faltaba una gallina, locro o mazamorra que humeara en una enorme olla, que exhibía orgullosa, producto de un obsequio del comandante Francisco del Prado, en recompensa por las abundantes comilonas que degustaba durante su estada en el fuerte.

Francisca había criado a Gumersindo con todo su afecto maternal y logró que a los doce años fuera tomado como postillón de la caravana del mayoral Inolfo Godoy, a quien apodaban “el tordillo” por su cabello cano y motoso. Godoy le enseñó al jovencito las técnicas y picardías que debía observar un buen conductor. Cubría el tramo entre el Fortín Mercedes y San Luis, motivo por el cual Francisca observaba el horizonte con enfermiza obsesión cada vez que algún movimiento o sonido extraño invadía su aguda audición.


En el silencio de las pampas, sean cuales fueren las distancias, se percibían sonidos que provocaban con anticipación el nerviosismo de los animales. Los venados emitían un sonido quejumbroso y se asustaban con facilidad, expulsando un olor pestilente que inundaba el ambiente, mientras los chimangos se alborotaban como si se avecinara una tormenta de grandes proporciones. Ante este anuncio Francisca levantaba la vista, y cubriéndose los ojos del sol, buscaba las nubes de polvo en la lejanía. Enseguida se corría la voz y el maestro de posta y sus ayudantes emitían un chiflido que atraía a la yegua madrina con su tropilla y se encerraban los caballos para el recambio.

Estos actos, casi rituales, aliviaban los temores de “la patrona”. Los rumores de enfrentamientos con indígenas no cesaban en sus incursiones por toda la zona y la hacían vivir momentos de mucha angustia. Los últimos enfrentamientos habían tenido lugar bastante tiempo antes en “Chañaritos” y posteriormente en el “Fortín El Zapallar”, pero en los últimos tiempos abundaban salteadores que campeaban la planicie, degollando para robar un magro trago de aguardiente, o la mísera pitada de un cachimbo. 

Ese verano de 1850 cruzó el pago una caravana de carretones repletos de soldados desertores y delincuentes engrillados, que el gobierno de Buenos Aires enviaba para amojonar los límites territoriales de Santa Fe, Buenos Aires y Córdoba. Al ver a esos pobres infelices Francisca se conmovió y recordó sus años de cautiverio. La pobreza y el mal trato hacia esos hombres débiles y enfermos presagiaban una muerte cercana. Magramente alimentados, hicieron un alto en el apostadero y manducaron con desesperación. Dejaron los huesos de corderos y vacas viejas, limpios y relucientes cual si fueran caranchos devorando carroña. Al día siguiente emprendieron la marcha abandonando el cadáver de un anciano que nadie quería tocar por temor al contagio. Francisca fue la única que se animó y sin ayuda alguna, arrastró dificultosamente el cuerpo y lo depositó en un pozo, que antes de su partida habían cavado los presos a las órdenes de un cabo despreciable.

Junto a los restos del viejo Paredes y del “colorau” Farrell, enterró el cuerpo macilento del anciano desconocido.

El silencio volvió a reinar en el pago, y al atardecer se veían las cigüeñas planeando sobre la laguna; alguno que otro tero alborotado parecía replicarles a los caranchos que merodeaban la posta atraídos por los signos de la muerte, mientras los juncos se inclinaban suavemente, como danzando al son de una brisa cálida del norte, que prometía lluvia refrescante.

PRIMEROS ASENTAMIENTOS

"...a esa hora, la laguna Loreto

espejaba una procesión de nubes

después que los juntos barrieran

el polvo de las últimas estrellas.”

“Crónicas de Malón y Espiga” M. Avalis

Por aquellos años de 1850, Buenos Aires era un hervidero de conflictos. Las luchas permanentes por el poder ponían en peligro la vida y los bienes de los habitantes de la ciudad. El orden impuesto por el terror obligó a mucha gente a buscar refugio en la inmensidad de la pampa, escapándole a las hordas mazorqueras. Familias enteras buscaron resguardo en las inhóspitas llanuras pampeanas; muchos hombres entre los 16 y 50 años lo hacían para eludir el reclutamiento que había emprendido el gobierno central. En esas escapadas tomaban senderos hacia el sur de Buenos Aires o hacia Santa Fe, siguiendo el camino de la rastrillada que los conducía a las Provincias Cuyanas.

La llanura pampeana era tan desolada que a poco andar desalentaba a quienes, sin saber cómo sobrevivir en condiciones tan adversas, se soltaban a la audaz aventura. Muchos volvieron a sus orígenes vencidos; otros más intrépidos y jugados a su suerte, se establecían en zonas fronterizas, exponiéndose en el escenario de los avances indígenas que esporádicamente asolaban la región sureña de Buenos Aires.

Muy pocos fueron los que llegaron a la zona de "El Hinojo"; y los que lo lograron, lo hicieron con muchas penurias y avanzando muy lentamente por senderos sinuosos en carretas tiradas por bueyes, con algunas vacas que proveían leche, unas pocas gallinas y un par de macarrones lastimosos.

UN EXTRAÑO CAMINANTE 

En cierta ocasión cuando el postillón Gumersindo Agüero cumplía su recorrido desde el Fortín Melincué, a una legua aproximadamente del apostadero, encontró a un hombre tirado a la vera del sendero. A pesar de las airadas protestas de algunos viajeros que temían los contagios, cargó al moribundo y lo sujetó al pescante. Cuando llegaron a la posta, el hombre, que estaba lleno de parásitos, recibió los mejores cuidados de Francisca, la única que se atrevió a tocar al forastero. Haciendo caso omiso de los lamentos del menesteroso, procedió a asearlo y luego alimentarlo. Unos días después el extraño personaje se había recuperado, pero jamás articuló palabra alguna. A juzgar por sus ropas y gestos, Francisca intuyó que se trataba de un soldado desertor de las tropas regulares que habían acampado en la zona al mando del General Pedernera, en su desplazamiento hacia San Luis. Generalmente una patrulla salía a capturar a los desertores cuando éstos se alzaban con algún caballo o armamento, de lo contrario los dejaban librados a su suerte, ante la certeza de su regreso o de su inexorable muerte.



El desconocido, que permaneció en el apostadero por mucho tiempo, nunca se mostró amistoso. A la hora del rancho se acercaba con su tachito para la comida y regresaba a su cueva detrás del caserío. En cierta ocasión uno de los peones lo vio hurgando en un manojo de papeles, pero en cuanto percibía que lo estaban observando, los escondía debajo de sus trastos. Nadie se animaba a acercarse por temor a que reaccionara con violencia, como sucedió cuando se desató una fuerte tormenta y quisieron obligarlo a entrar a las casas. Desde ese entonces Francisca solamente se limitó a darle la comida cuando la venía a buscar. En cambio, el único que se acercaba a su escondrijo era Gumersindo. Cuando lo veía llegar, la cara del forastero se iluminaba con una sonrisa, que dejaba ver sus dientes grandes y amarillentos, asomados entre la tupida y mugrosa barba gris. Sin dudas reconocía a quien lo había rescatado de la muerte.

Un día dejó de dar señales de vida y jamás se lo volvió a ver. Con su mudez como única compañera, seguramente continuó el camino errante, como tantas otras víctimas de la insensatez humana. Entre los bártulos que abandonó en su refugio, había un fajo de sucios papeles. De los pocos "léidos" que había en la posta, ninguno supo descifrarlos, hasta que un día cruzó el pago un joven fraile franciscano en su camino a Córdoba, y la patrona le contó sobre las rarezas del caminante y los extraños papeles que había abandonado. El cura se mostró interesado y comenzó a hojearlos leyendo en voz alta en un idioma que nadie entendía. Los peones, que trataban al fraile con reservada desconfianza, a hurtadillas observaban sus movimientos. Temerosos de que estuviera alborotando a los malos espíritus, a escondidas se santiguaban y se alejaban deprisa.

El cura, que tenía un carácter muy divertido, se había percatado de lo que ocurría y tardó un largo rato en explicarles de qué se trataba. Mientras tanto quería ver cómo aquella gente simple y sufrida, abandonada en el desierto, reaccionaba ante su comportamiento. Había un principio de conocimiento sobre la existencia de un Ser superior, pero él quería comprobar hasta dónde llegaba la superstición y ver qué caminos tomar para transmitirles el mensaje Evangélico. La tarea no sería fácil, pero sí interesante.

- ¡Es un libro de la doctrina cristiana! -dijo mostrándoles los papeles - ¡Vengan, no tengan miedo! El hombre era un buen cristiano y seguramente la guerra le afectó la cabeza…

Efectivamente, se trataba de un catecismo de la Doctrina Cristiana, editado en inglés en la imprenta de los Niños Expósitos, allá por el año 1700.

Si bien las aclaraciones del cura no sirvieron de mucho, al menos alcanzó para descartar la presencia de almas en pena en los alrededores y concluyeron en que “el hombre mudo”, presumiblemente haya sido un soldado inglés.

A raíz de esta situación, el fraile -que se quedó en el lugar tres meses- se ganó la confianza y el respeto de los lugareños. Su misión, además de evangélica, sirvió para instruirlos a lograr una mejor calidad de vida. Para sorpresa de todos, lo primero que comenzó a construir fueron letrinas y lavatorios privados para el aseo personal.

UN GRINGO EN APUROS

 Cuentan que entre los tantos fugitivos y desertores que pasaron por la posta estaba Benito Almeida, un español que llegó al río de la plata en 1835 y se dedicó al contrabando de vinos y otros frutos del país. Radicado en Mendoza, amasó una gran fortuna, razón por la que se le abrieron las puertas de los círculos más altos de la sociedad cuyana. Allí contrajo matrimonio con María Barrientos Duval, la hija de uno de los viñateros más poderosos, cuya bodega era regenteada por Dª Hortensia Duval de Barrientos, una francesa combativa que fue abandonada en la turbulenta Buenos Aires por su amante, un marino francés de alto grado que debió emprender abruptamente su retirada ante la presencia de una flota inglesa.

 Por sus transacciones comerciales, Benito Almeida permanecía mucho tiempo en Buenos Aires, donde se hizo de amistades políticas, militares y religiosas. Estas relaciones lo ayudaron a fortalecer sus negocios, y no había otra preocupación mayor que pudiera distraerlo que no fueran sus emprendimientos mercantiles. Obstinado al extremo por almacenar divisas, para este comerciante codicioso, la chismorrería en la que siempre estaba envuelta la alta sociedad porteña no era de su más mínimo interés.

 Tal vez pecando de ingenuidad o de avaricia (o ambas cosas a la vez) le concedió un préstamo personal de considerable monto a su cuñado, el coronel Miguel Barrientos Duval, en la creencia de que debía cubrir un enredo amoroso que mantenía con Clara Rosa López, la mujer de un incondicional colaborador del Restaurador.

 Pero el destino del dinero en préstamo era otro completamente opuesto al anunciado por el coronel a su cuñado, que -como queda dicho- solamente se ocupaba de hacer cálculos matemáticos sobre los intereses gananciales. Lo que menos sospechó el bodeguero español, fue que el militar recaudaba los fondos para solventar una organización que pretendía derrocar a Rosas. Lejos de toda sospecha, de la noche a la mañana se vio involucrado en este complot pergeñado por un reducido grupo del círculo íntimo del Restaurador. Una fantochada sin sustento.

 La situación se complicó cuando se le despertaron los sentimientos de culpa al coronel, que se enterneció con el nacimiento de su segundo hijo y se propuso ordenar su vida familiar y terminar con sus aventuras amorosas. Hombre piadoso, confesó sus pecados al Deán Gregorio, quien se espantó de sus amoríos con Clara Rosa López, mujer de Misa diaria y madre ejemplar. El Deán, hombre que gustaba exhibir el distintivo rojo punzó, inmediatamente demandó a la infiel Clara Rosa a que se arrepintiera de sus pecados e hiciera un acto contrito de no volver a las andadas. La mujer, atemorizada y con el noble afán de salvar a sus hijos, confesó su culpa aduciendo que se trataba de un acto de servicio, cumpliendo una orden superior para desbaratar una conspiración contra el señor Gobernador. La pobre infeliz, que no se salvó del degüello y posterior exhibición pública, embretó a todos los allegados de su amante.

 La noche del 26 de abril de 1850, el coronel Barrientos y su mujer fueron tomados prisioneros y fusilados a la madrugada. Sus amigos conspiradores se encargaron de llevar a los niños hasta la casa de Almeida y avisarle del peligro que corría su familia. Las puteadas del gallego se oían en toda la manzana, hasta que lograron calmarlo y persuadirlo de que debía huir de inmediato.

 Cuando la gaita tomó real conciencia del peligro que afectaba a su familia, se desesperó y con urgencia se hizo de una carreta destartalada y cargó a su mujer y a sus hijos Jacinto y Salvador y los de los fusilados, Carmela y el lactante Efraín; también a sus suegros: Jacinto Barrientos y Hortensia Duval, que para ese entonces residían en Buenos Aires. Toda la familia provista de vestimentas viejas para no llamar la atención inició el largo y penoso camino sin retorno hacia las interminables llanuras pampeanas.

Después de abandonar Luján, fueron asaltados por una banda de desertores borrachos. Los malhechores los despojaron de algunas ropas para cubrirse los uniformes y se alejaron a todo galope. Por gracia de Dios, nadie fue lastimado y pudieron conservar los pocos alimentos en sus alforjas. De ahí siguieron el camino de la rastrillada, que Almeida tantas veces había recorrido por razones comerciales. Aproximadamente diez días después llegaron al precario fuerte Juan Bautista Melincué donde hicieron un alto. Allí, la milicada los tomó por vagabundos empiojados y les proveyó comida y agua para que se alejaran del lugar.

Durante cuatro días penaron de sed y cansancio. Estaban a una legua del apostadero cuando los animales comenzaron a aligerar la marcha, y los viajeros, que conocían el instinto animal, sintieron también la proximidad de una vertiente, que muy pronto se iluminó a la distancia. El brillo de una gran masa de agua reflejada por el implacable sol veraniego inundaba el horizonte. Cuando llegaron, hombres y bestias saciaron su sed y refrescaron sus cuerpos. Habían llegado al apostadero “El Hinojo” y Dª Francisca, la patrona del lugar, les brindó su hospitalidad.

El lactante, que no resistió el duro trajinar, murió dos días después y fue sepultado a la sombra de una frondosa acacia detrás del fortín abandonado, lejos de la vista de los viajeros y de los moradores del villorrio, tan propensos a ver deambular ánimas en pena y luces malas.

Desde entonces, muchos inmigrantes, refugiados y caminantes errantes se asentaron a orillas de lagunas de agua dulce al sur de la Provincia de Santa Fe, algunos buscando sosiego, otros la aventura, y en esa mezcla de razas y costumbres, había también desertores, maleantes y fugitivos que buscaban resguardar sus vidas en un lugar seguro. Las serenas tierras planas de horizontes infinitos, parecían colmar las ansias de libertad a los viandantes agobiados por el temor y las penurias de la época.

La familia Almeida permaneció en el apostadero alrededor de tres años, mientras Benito retomó su actividad comercial proveyéndole mercadería a un exportador inglés. Durante ese tiempo se había instalado en los alrededores de San Luis y desde allí se desplazaba hacia Mendoza y la posta de "El Hinojo" donde se alojaba no más de una noche, por temor a ser descubierto y poner en peligro a su familia. Sus suegros, que murieron poco tiempo después en medio de una gran tristeza y desolación, fueron enterrados junto al pequeño Barrientos, y pasaron a formar parte de esa legión pre-colonizadora de la pampa gringa.

VIDAS PARALELAS

Recién a fines de 1852 los Almeida volvieron a Buenos Aires y recuperaron algunos de sus bienes. Doña María murió en marzo de 1870 víctima de la fiebre amarilla y Don Benito, que la sobrevivió, murió de un paro cardíaco en 1875. El hijo menor, Salvador, perdió su vida corriendo una cuadrera, según la versión más benévola; la otra era que lo sorprendió el certero embiste de un puñal que le partió el corazón en una riña de burdel. En tanto Jacinto, el mayor, continuó con los negocios de su padre y se radicó en los Estados Unidos, de donde nunca regresó. La niña Carmela contrajo matrimonio con un estanciero de la Provincia de Buenos Aires y se radicó en Tandil; allí tuvo una familia numerosa y murió longeva.

CORRIENTES DE LA HISTORIA 

Y fue por febrero de 1852, cuando cuatro hombres a caballo, con una mujer y un niño cautivos, irrumpieron en el apostadero. Buscaban comida y descanso; y Doña Francisca, cargando en sus espaldas las fatigas y costumbres del tiempo, calmó la agresividad de los visitantes prometiendo darles lo que buscaban.

El jefe del grupo era el mazorquero Fermín Troncoso, un joven, morocho, de cuerpo fornido y arrogante, que conocía a “la Pancha”, como alguna vez la bautizara de paso por la posta llevando prisioneros para amojonar campos fiscales. 

Apenas desmontaron, Troncoso ordenó a sus hombres que se retiraran, mientras él entraba a la casa con la mujer y el chico. Antes de trasponer la puerta la vieja se dio vuelta y conminó a los pandilleros: 

- ¡Al menos priendan el juego! –gritó con la seguridad de quien domina su territorio. 

Enseguida Troncoso volvió al patio y cargó contra los hombres para que acarrearan leña de vaca, mientras la vieja curaba al chico y a la gringa.

La cautiva permaneció largo tiempo en silencio acariciando al hijo que dormía. De pronto, sigilosamente confesó a Francisca que era la esposa del Coronel Augusto Correa, muerto ahogado en el río Salado durante el combate librado cerca de San Gregorio. La anciana sintió piedad por ella y el chico, pero trató de no darle importancia a su relato para no ahondar el sufrimiento. Pero su curiosidad no resistió y quiso saber por qué estaba en el grupo.

- Me obligó Troncoso… -confesó la mujer.

- ¿Ese canaya te'a pillau?

- Sí…

- ¡Ahijuna! -se calentó la vieja poniéndose de pié - ¡Iá mesmo me vái escuchá...!

- ¡No…! -imploró la mujer tomándole el batón - ¡Que no sepa que yo se lo dije!

- ¡Tá bien!... ¡Tá bien! - se tranquilizó Francisca, y secándose las manos con su delantal se fue hasta la fiambrera y sacó la carne para estaquearla en el fuego, en tanto la mujer y el niño se acostaban sobre un híjar tendido en la galería.

 Saciada el hambre, los mazorqueros se echaron a dormir. Al amanecer, la única que estaba en pie era Francisca, y como de costumbre, preparó el mate y comió un poco de galleta esperando la llegada del "ruso" Slauko, que recorría los ranchos con su vaca lechera. "El ruso", como lo llamaban todos, se frenó de golpe cuando se encontró con los forasteros durmiendo bajo los sauces. Pero “la Pancha”, que lo estaba observando, le hizo señas para que guardara silencio y avanzara hacia ella.

Mientras "el ruso" ordeñaba la vaca, en secreto le dijo que hiciera como que no había visto nada, porque -le confesó- "...estos son beyacos muy peligrosos..." - y le encargó que avisara al resto de la gente del villorrio que no salieran de sus ranchos hasta que los "indinos" se hubieran ido. Esa mañana nadie dejó las casas. De pronto se oyó una fuerte discusión en el apostadero. El lío alborotó a teros y chimangos, que chillaban entremezclados con el ladrido de los perros y algún grito de: "¡Juira, perros de mierda!" de los forasteros.

El revuelo se armó entre Fermín Troncoso y sus secuaces. El jefe del grupo se había despertado muy nervioso y los apuró a que montaran para la movida. Pero los hombres se negaban a continuar en fuga, querían quedarse porque estaban lejos de la milicada y a buen resguardo.

Al oír esto la vieja reaccionó furiosa:

- ¡Eso nunca!... - trinó - ¡Aquí no quiero forajidos!

Los bandidos blandiendo sus armas se le vinieron al humo a la vieja, pero Troncoso la escudó y los obligó a que montasen y esperasen a la distancia.

- ¡No chucés a mis hombres, Pancha...! -le gritó Troncoso enfundando su faca.

- ¡Vos me conocés muy bien Fermín!... -le replicó ella alzando su índice acusador mientras seguía sus pasos - ¡Y también sabés que no me achico ante los canayas!...

- ¡Ya sé, vieja!... ¡Pero no jodás con mis hombres! - Le replicó Troncoso mientras se encaminaba hacia la mujer y el chico que estaban sentados en el umbral del rancho.

- ¡Dejála a la gringa, no seas tan malvado! - le imploró Francisca nuevamente.

Troncoso frenó su avance y dándose vuelta la miró desafiante.

- Pero eya está conmigo...

- Robada... - ironizó la vieja.

- ¿Qué? – se sorprendió y volvió sobre sus pasos con decisión- ¿Qué carajo querés decir?

- Lo que vos sabés Fermín…-replicó ella, y el mazorquero se frenó. Ahí captó el mensaje y dando media vuelta fue hacia la mujer y el chico, dejando a la vieja embroncada a sus espaldas.

La gringa se puso de pie y trató de levantar al niño, pero ambos estaban muy débiles, entonces la vieja volvió a enfrentarlo a Troncoso, pero esta vez dirigiéndose a la mujer:

- Dejálo al hijo... Está muy debilita'o, se te vái morir... - le dijo con tristeza.

La gringa se turbó sin saber qué hacer; lo miró a Troncoso buscando la respuesta que no obtuvo y la anciana volvió a la carga e intentó convencerla.

- Dejálo que ió te lo vái cuidá...

- La Pancha tiene razón y sabe lo que dice... - por fin habló Fermín a la gringa - Que el gurí se quede pa' sanarse...

Estaba todo dicho. La mujer, confundida pero segura de lo que quería, dejó al chico, y con el alma desgarrada siguió a su "raptor". Los cinco montaron y partieron con la promesa de volver por él cuando las aguas se aquietaran.

Ese día comenzó una nueva etapa en la vida de Francisca. Sanaría al pequeño Agustín y lo haría un hombre fuerte y honrado como el Gumersindo, su primer hijastro que por esos días ya era mayoral de la diligencia.

Agustín se hizo hombre, sepultó a su madre y se afincó a orillas de la laguna "El Hinojo". Más tarde se convertiría en el nuevo Maestro de Posta y formaría parte de los primeros habitantes de la pampa, la de las tierras planas de horizontes libres.